martes, 23 de agosto de 2016

TRIUNFOS SIN ORO













Como sucede cada cuatro años, cuando vienen a celebrarse los denominados “Juegos Olímpicos”, vuelve a desplomarse sobre el espíritu de los mexicanos una especie de síndrome de frustración y desconsuelo, a causa de las derrotas de nuestros deportistas.
            Preguntas acerca del por qué no somos capaces de triunfar en las distintas disciplinas deportivas y cuáles son los motivos de las derrotas, acompañan a los fracasados esfuerzos de nuestros jóvenes en esas competencias.
            Es como si cada esfuerzo inútil de nuestros muchachos en el tartán, en el césped o en el agua, por conseguir una medalla olímpica, consistiese en un acto de reivindicación de la raza mexicana frente a las otras razas y pueblos del planeta.
            Cada tropiezo de nuestros atletas es como un navajazo en la piel de nuestro espíritu. Parecería como si estuviésemos condenados por un dios maldito a sufrir eternamente las derrotas, todo por haber sido derrotados en la defensa de Tenochtitlán.
            Buena culpa de este sentimiento de fracaso y dolor la tienen nuestras empresas informativas, principalmente aquellas de la televisión, aunque ninguna otra escapa a tener su pequeño pedazo de culpa. Ellas han participado en la enajenación del deporte.
            Por supuesto, también participa nuestro sistema educativo y nuestros profesores de este sentimiento de ruina y tristeza, que nos mete hasta los huesos cada esfuerzo inútil de nuestros deportistas en el escenario Olímpico.
            Nuestras escuelas son parte del sistema de dispositivos de enajenación, diseñado por el capitalismo depredador y criminal para hundir a la humanidad en la idiotez; y los profesores son disciplinados ejecutantes, aunque sean inconscientes de esa tarea.
            Está claro que los mexicanos no sufrimos alguna deficiencia genética que nos impida competir de igual a igual frente a otros. Allí está el reciente caso en Pekín (como a mí me enseñaron, aunque ahora dicen que es Bijing) del hijo de una bracera mexicana.
Henry Cejudo, cuya familia huyó del hambre y la imposibilidad de tener una vida digna en México, así como millones más, y que bien pudo haber terminado aquí como drogadicto o perseguido vendedor de piratería, ganó oro en lucha.
Tampoco es cosa de psicología, como quieren hacerlo creer quienes medran de ese conocimiento. Eso de que los mexicanos no ganemos ni siquiera medallas de piúter en las competencias olímpicas, tiene muchas posibles explicaciones.
Todos sabemos cuáles son sus causas. Indudablemente unas tienen que ver con la corrupción, que es el tremendo cáncer que sufrimos. ¿Cómo es posible que un mafioso como Mario Vázquez Raña tenga más de 30 años como dirigente deportivo?
Sin embargo, creo que todo es resultado de un perverso proceso de enajenación, dirigido por grupos de poder para convertirnos en costales de cebo y en simples espectadores de las hazañas de personas que nos presentan como cuasidioses.
Tenían razón los espartanos con su forma de educación. Ellos sabían bien que el verdadero ciudadano de su patria debía saber defenderse a sí mismo, a su familia y a su patrimonio. Dormía junto al arado y junto al escudo y la espada.
Durante muchos años en México, después del triunfo de la Revolución, se consideró aquella escuela espartana como un modelo a seguir por la educación del Estado. Desde niños debía prepararse física, intelectual y militarmente a los ciudadanos.
Casi todos los deportes tienen origen militar. Allí están la lucha, el lanzamiento de jabalina, el boxeo, el judo, el tae kwon do, la carrera con obstáculos, el triatlón, etc. Además todo deporte constituye una forma de disciplinar el cuerpo; de controlar apetencias.
También por años vivimos bajo aquella tesis: “Mente sana en cuerpo sano”. Y, de esa forma, en nuestras escuelas buscaba ofrecerse una disciplina deportivo-militar. Esos niños serían los ciudadanos que construirían una patria en donde todos tuvieran justicia.
Con ese ideal se organizó el servicio militar obligatorio. Nuestros viejos recuerdan todavía cómo, al cumplir 18 años, debían ir a los cuarteles a recibir adiestramiento castrense. Debían aprender a disparar y limpiar armas, así como otras técnicas de guerra.
Sin embargo, la derrota política de los revolucionarios (cosa que quizás sucedió en la sucesión presidencial de Lázaro Cárdenas) y la profundización de la injusticia social en el campo y la ciudad, ocasionó también este proceso de enajenación que hoy sufrimos.
Debido a los alzamientos armados y movilizaciones masivas, como la del 68 y su secuela en la “Guerra Sucia” de los 70s, los grupos de poder y su Estado quizás observaron que debía renunciarse a seguir con aquel ideal pedagógico.
Después de la matanza de Tlatelolco fue prohibida la venta de armas y municiones en los comercios. Yo era todavía niño y no podía explicarme la razón de ese suceso. Asimismo, el servicio militar obligatorio se convirtió en una idiotez sin sentido.
Comenzó a desaparecer la educación deportivo-militar en las escuelas. Por cierto, este espacio de la cuestión sigue teniendo una flamita encendida. Existen escuelas y profesores que buscan seguir por ese camino. Pero el Estado se encarga de apachurrarlos.
Otra nota de esta política puede observarse en la situación de abandono en que se encuentran las instalaciones deportivas populares, construidas todavía por el Estado que se daba el nombre de “nacionalista revolucionario”.
No sólo se dejó que esos campos fueran siendo destruidos por el tiempo y se acumulara basura en ellos; también se renunció a tener profesores que condujeran sabiamente a los niños en las distintas disciplinas deportivas.
En vez de conducir a los niños hacia una disciplina deportiva y hacia la formación castrense, los grupos de poder y su Estado han concentrado sus esfuerzos en la enajenación televisiva, que convierte a los ciudadanos en espectadores obesos de la hazaña deportiva.
Esta cuestión del deporte se ha constituido en una práctica reservada a protohombres. Bajo un discurso político perverso se hace creer a la sociedad que hay esfuerzos para llevarnos a las glorias olímpicas, a través de Centros de Alto Rendimiento.
Así nos encontramos ante otro momento de este proceso histórico de enajenación. Una de las cuestiones básicas de la práctica deportiva tiene que ver, como decía arriba, en la formación disciplinar del ser humano y en convertirse en dueño de su propio cuerpo.
También tiene su relevancia en cuanto acción humana que nos permite interactuar con otros semejantes, entretenernos, recrearnos y mantenernos saludables. ¿Qué me importa a mí si un taekwandoín mexicano ganó oro en Pekín, si yo soy un bulto fofo?
Este detestable sistema de la barbarie capitalista ha convertido una actividad humana tan disfrutable, como las distintas disciplinas deportivas, en una mercancía más. Vemos en pantalla cómo el deporte lo practican seres notables, mientras comemos basura.
Otro aspecto de este proceso de enajenación tiene que ver también con la cruel explotación de los sentimientos de patria y de raza que hacen los medios masivos de difusión. A nadie debería importar si un mexicano pierde o gana en una Olimpiada.
Esos juegos deberían verse como una fiesta de la humanidad, en la que sólo debe reconocerse el esfuerzo de cada deportista en forma individual. Esto llevaría a renunciar a tocar himnos nacionales, mostrar cuadros de medallas por naciones y mostrar banderas.
No es así precisamente porque estos Juegos Olímpicos (y todos los de su especie) forman parte de la artillería ideológica con la que el sistema del agandalle y la crimininalidad capitalista nos dispara incesantemente para mantenernos sumidos en la estupidez.